En México, a finales del mes de Octubre e inicios del mes de Noviembre se celebra el día de muertos. O “Todos Santos” según el sincretismo católico. En la Huasteca Veracruzana, de donde soy originario es una celebración que recibe el nombre de Xantolo (se pronuncia “Shantolo”, con una ligera inflexión en la “Sh”).
En mi
pueblo (Naranjos, Veracruz) es todo un acontecimiento. Mis memorias de infancia
me transportan al mercado municipal, donde días antes (en particular el
domingo, día de “plaza”) mi madre y mi abuelita (QEPD) compraban lo necesario
para preparar tamales: el platillo protagonista de la temporada. Desde las
carnes (pollo o puerco), el “frijol de chivo”, camarones, diferentes tipos de
chiles y especias, calabazas, pipián. A veces compraban hojas de matas de
plátano. A veces era la huerta familiar la que contribuía con ese ingrediente.
Eran de las cosas que de a poco se iban acumulando para que en un día o máximo
dos, todo eso se convirtiese -tras varias horas de cocinar, cocer, preparar,
acomodar- en sendas vaporeras que contenían algunas decenas (pues debían de
alcanzar para tres días) de los paquetitos que serían después tamales presentes
en la ofrenda.
El tamal de
la huasteca veracruzana es distinto al que se cocina en otros lados: es de masa
de maíz blanco mezclada con chiles y especias (para hacer el “chilpán”). Hay
tamales que son rellenos con “guiso” de vegetales como puede ser pipián, bien
frijol o calabaza, que regularmente incorporan piezas de camarón dentro de la
mezcla. También pueden ser de carne, y ahí las piezas de carne de puerco o de
pollo guisadas con mezclas de diferentes chiles, se colocan enteras en un
fragmento de hoja de plátano (siempre hoja de plátano). En el tamal huasteco
veracruzano pueden (y van) a encontrar hueso dentro del tamal. Después de
puesto el relleno, se envuelven. Y cuando ya hay varios envueltos, se ponen en
la vaporera donde se cocen por varias horas. Aunque dicen que si alguien en la
cocina está enojado; los tamales no se cocen.
Aparte de
los tamales, se preparaba chocolate para el desayuno. También café, que mi
abuelita acostumbraba preparar hirviendo con agua granos molidos en una vieja
jarra de metal, cuya función en la vida era solo preparar café.
La ofrenda
en la casa de mi madre era sencilla: en una mesa plana colocaba el 31 de
Octubre (día de los “chiquitos”) era la ofrenda para los niños. Se colocaban
juguetes y dulces para las almas de quienes murieron sin alcanzar mayoría de
edad. No faltaban ahí las canicas, el trompo, el valero y una armónica que mi
madre y mi abuela me decían que pertenecieron a mi tío Erasmo el cual falleció
siendo todavía un niño. El segundo día era para “los grandes: quienes habían
fallecido siendo adultos. Estaban ahí cosas para mi padre, mi abuelo materno,
algunos tios abuelos que no alcancé a conocer pero de quienes mi madre, mi
abuela y hasta mi bisabuela (QEPD, a quien tuve la fortuna de conocer) me
platicaron mucho. En la ofrenda de
adultos podía haber cigarros y cerveza. El último día era el día de “todos” y
se ofrendaba para todos. En la mesa, aparte de las pertenencias del finado
había fotografías cuando se tenían disponibles, además de veladoras para
alumbrar el camino a las almas que regresan ese día.
Se
ofrendaba tres veces en el día, coincidiendo estas ocasiones con los horarios
de los alimentos: desayuno, comida y cena. A esas horas, se calentaban tamales,
además de algún otro guisado y se ponían encima de la mesa de la ofrenda por
varios minutos para que las almas de nuestros difuntos pudieran degustar de
estos manjares. Pasado ese tiempo, éramos los vivos quienes entonces
procedíamos a comer. Toda una delicia.
Decía que
en la casa de mi madre la ofrenda siempre fue sencilla, pero en casa de mi tía
Chabela (QEPD), que en realidad era tía de mi mamá y tía abuela mia, y vivía
“del otro lado de la Nacional” a unos 5 minutos de camino; el altar para la
ofrenda de día de muertos era mucho más sofisticado. Con días de anticipación
su familia (a veces tenía la fortuna de acompañarlos) iba “al monte” a buscar
varas que fueran lo suficientemente largas y flexibles para formar un arco que
pasaba por encima de la mesa donde se iba a poner la ofrenda. Ese arco (que
quizá tenía una altura de un metro y medio por encima de la mesa, y cubría de
punta a punta una mesa de unos dos metros de largo) era después decorado con
hojas de “palmilla” y flores, pero donde también se colgaba fruta,
particularmente limas, naranjas, mandarinas (propias de la temporada) además de
alguna que otra manzana. El espectáculo visual se unía al aromático al caminar
cerca de esa mesa.
La tía Chabela
también hacía pan (“pan de muerto”) preparándolo desde la mezcla de la harina,
con manteca y huevo, además de otros ingredientes (canela en algunos de ellos)
según el tipo de pan que haría. Esa mezcla después se horneaba en un horno de
barro que tenía en la parte posterior de su casa el cual era alimentado por
sendos troncos de leña que días antes habían sido recolectados exprofeso para
la ocasión al momento de también recolectar las varas para el arco. El pan,
salía con diferentes formas: figuras humanoides, conchas, trenzas, cuadrados y
otros mas; cada uno con sus ingredientes, color y sabor específicos. Parte de
ese pan de muerto hacía parte de los adornos del arco del altar para la
ofrenda. Parte de ese pan era para
ofrendar en cada una de las comidas, y consumirse posteriormente por los vivos
alrededor de la mesa.
Cabe
aclarar que jamás había desperdicio: al finalizar la celebración el altar se desmantelaba,
pero cada fruta y cada pieza de pan era consumida, ya sea por la familia de la
casa o bien regalada a quien le hiciera falta algo. Día de muertos era también
una época para intercambiar comida preparada para la ocasión: tamales, pan,
fruta, guisos. Y compartir.
En casa de
mi tía Chabela también deshojaban flores de muerto (flor de cempasúchitl) para
crear un camino desde la calle hasta donde estaba ubicado el altar. A la hora
de las ofrendas quemaba copal (incienso) para anunciar a las ánimas que la
ofrenda estaba lista. Mi primo Rafa y yo “tronábamos cuetes” (particularmente
“palomitas” que tenían forma de triángulo y no eran tan ruidosos) que habían
sido comprado exprofeso para la ocasión. Lo hacíamos sacando una brasa viva del
fogón, usándola para generar la ignición con la mecha de cada uno de los
pequeños artefactos.
No le digan
a mi madre (ni a mi abuelita) pero debo confesar que ir en Día de Muertos a
visitar a mi tía Chabela era para mi motivo de fiesta: siempre me gustó mucho más
ese altar y esa celebración que lo que hacíamos en casa.
Ya de
adulto, la vida me permitió conocer (sea de primera mano, sea a través de
terceros) más tradiciones en México alrededor de día de muertos. Desde las mas
famosas como las procesiones en el Lago de Pátzcuaro al panteón de Janitzio (en
Michoacán), las fiestas en Oaxaca, las celebraciones en Mixquic o las
procesiones en Xochimilco (en la Ciudad de México). Día de Muertos es una
celebración que existe en muchas partes de México, que sobrevivió hasta mi
infancia gracias al sincretismo religioso: el catolicismo transformó una
festividad indígena en los días de Todos los Santos y los Fieles Difuntos.
Hay quien
desde el punto de vista religioso se opone a estas expresiones y tradiciones.
Yo que crecí con ellas no me puedo imaginar la vida sin un momento para
recordar a todos aquellos que alguna vez estuvieron, pero ya no están. Dia de
Muertos hace parte de mi identidad como Huasteco Veracruzano, como Mexicano y
hace parte de mi como persona. Para mi es mas normal pensar en Día de Muertos
que pensar en Halloween (que es solo un día, o una noche mas bien. Y es solo el
31 de octubre).
Cuando
todavía no cumplo cincuenta años de vida tengo la fortuna de haber cruzado mi
camino con mucha gente buena que tristemente ya no está con nosotros: mi padre,
mi abuelito Octaviano, a mi bisabuelita (Rafela), mi abuelita Lupe, mi tio
Chelo, mis tios abuelos José, Lalo y Chabela. Mi abuelita Pancha. Mi primo (mi
tio) Rafa, mi primo Julio, mi tio Alfredo y mis tias Rosa y Chefina; al lado de
quienes vivi mi infancia. Gente que tuvo un impacto positivo en mi vida como el
Profr José Marfil, Don Abelardo, el Sr Angel, Don Emeterio, Don Arturo o Doña
Herminia. Amigos y compañeros de la escuela como Daniel Alejandre, Jose Luis
Faisal o Edgar de León. Compañeros y amigos de trabajo como Jaime Diaz, Hector
Salgado, Paco Mazón, Josué Hernández, Chuy Saldívar. Quizá los nombres no le
digan nada a quien lee esto. Pero son nombres significativos para mí. Son los
que la memoria me permite evocar en este momento, aunque sé que estoy olvidando
más de uno (no ha sido a propósito). Varios de ellos de edades muy similares (o
menores) a la mía, y de quienes me quedó la sensación siempre que se fueron
antes de lo que correspondía. Todos ellos buenos y grandes seres humanos. Que
en Paz Descansen.
Hoy la vida
me hace difícil poner un altar de muertos en los días que corresponde, para
recordarlos y ofrecerles un minuto para agradecer por lo que fueron en mi vida.
Pero si en el corazón es posible recordarlos, siempre están ahí…
Los judíos
tienen una expresión de duelo para cuando un ser querido parte de este plano:
“que su memoria sea una bendición”. Para mí el Xantolo, el Día de Muertos, es
una forma de hacer –al menos una vez al año- que su memoria sea efectivamente
una bendición: la oportunidad de una vez mas, por un día, convivir (así sea
solo en la memoria) con quienes se nos adelantaron en el camino. Agradecer y
Sonreir por lo que fue. Por la oportunidad de que la vida nos haya hecho
coincidir, así haya sido por un fragmento corto de tiempo Para después seguir
adelante…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario