jueves, noviembre 09, 2023

Recuerdos de Día de Muertos

En México, a finales del mes de Octubre e inicios del mes de Noviembre se celebra el día de muertos. O “Todos Santos” según el sincretismo católico. En la Huasteca Veracruzana, de donde soy originario es una celebración que recibe el nombre de Xantolo (se pronuncia “Shantolo”, con una ligera inflexión en la “Sh”).

En mi pueblo (Naranjos, Veracruz) es todo un acontecimiento. Mis memorias de infancia me transportan al mercado municipal, donde días antes (en particular el domingo, día de “plaza”) mi madre y mi abuelita (QEPD) compraban lo necesario para preparar tamales: el platillo protagonista de la temporada. Desde las carnes (pollo o puerco), el “frijol de chivo”, camarones, diferentes tipos de chiles y especias, calabazas, pipián. A veces compraban hojas de matas de plátano. A veces era la huerta familiar la que contribuía con ese ingrediente. Eran de las cosas que de a poco se iban acumulando para que en un día o máximo dos, todo eso se convirtiese -tras varias horas de cocinar, cocer, preparar, acomodar- en sendas vaporeras que contenían algunas decenas (pues debían de alcanzar para tres días) de los paquetitos que serían después tamales presentes en la ofrenda.

El tamal de la huasteca veracruzana es distinto al que se cocina en otros lados: es de masa de maíz blanco mezclada con chiles y especias (para hacer el “chilpán”). Hay tamales que son rellenos con “guiso” de vegetales como puede ser pipián, bien frijol o calabaza, que regularmente incorporan piezas de camarón dentro de la mezcla. También pueden ser de carne, y ahí las piezas de carne de puerco o de pollo guisadas con mezclas de diferentes chiles, se colocan enteras en un fragmento de hoja de plátano (siempre hoja de plátano). En el tamal huasteco veracruzano pueden (y van) a encontrar hueso dentro del tamal. Después de puesto el relleno, se envuelven. Y cuando ya hay varios envueltos, se ponen en la vaporera donde se cocen por varias horas. Aunque dicen que si alguien en la cocina está enojado; los tamales no se cocen.

Aparte de los tamales, se preparaba chocolate para el desayuno. También café, que mi abuelita acostumbraba preparar hirviendo con agua granos molidos en una vieja jarra de metal, cuya función en la vida era solo preparar café.

La ofrenda en la casa de mi madre era sencilla: en una mesa plana colocaba el 31 de Octubre (día de los “chiquitos”) era la ofrenda para los niños. Se colocaban juguetes y dulces para las almas de quienes murieron sin alcanzar mayoría de edad. No faltaban ahí las canicas, el trompo, el valero y una armónica que mi madre y mi abuela me decían que pertenecieron a mi tío Erasmo el cual falleció siendo todavía un niño. El segundo día era para “los grandes: quienes habían fallecido siendo adultos. Estaban ahí cosas para mi padre, mi abuelo materno, algunos tios abuelos que no alcancé a conocer pero de quienes mi madre, mi abuela y hasta mi bisabuela (QEPD, a quien tuve la fortuna de conocer) me platicaron mucho.  En la ofrenda de adultos podía haber cigarros y cerveza. El último día era el día de “todos” y se ofrendaba para todos. En la mesa, aparte de las pertenencias del finado había fotografías cuando se tenían disponibles, además de veladoras para alumbrar el camino a las almas que regresan ese día.

Se ofrendaba tres veces en el día, coincidiendo estas ocasiones con los horarios de los alimentos: desayuno, comida y cena. A esas horas, se calentaban tamales, además de algún otro guisado y se ponían encima de la mesa de la ofrenda por varios minutos para que las almas de nuestros difuntos pudieran degustar de estos manjares. Pasado ese tiempo, éramos los vivos quienes entonces procedíamos a comer. Toda una delicia.

Decía que en la casa de mi madre la ofrenda siempre fue sencilla, pero en casa de mi tía Chabela (QEPD), que en realidad era tía de mi mamá y tía abuela mia, y vivía “del otro lado de la Nacional” a unos 5 minutos de camino; el altar para la ofrenda de día de muertos era mucho más sofisticado. Con días de anticipación su familia (a veces tenía la fortuna de acompañarlos) iba “al monte” a buscar varas que fueran lo suficientemente largas y flexibles para formar un arco que pasaba por encima de la mesa donde se iba a poner la ofrenda. Ese arco (que quizá tenía una altura de un metro y medio por encima de la mesa, y cubría de punta a punta una mesa de unos dos metros de largo) era después decorado con hojas de “palmilla” y flores, pero donde también se colgaba fruta, particularmente limas, naranjas, mandarinas (propias de la temporada) además de alguna que otra manzana. El espectáculo visual se unía al aromático al caminar cerca de esa mesa.

La tía Chabela también hacía pan (“pan de muerto”) preparándolo desde la mezcla de la harina, con manteca y huevo, además de otros ingredientes (canela en algunos de ellos) según el tipo de pan que haría. Esa mezcla después se horneaba en un horno de barro que tenía en la parte posterior de su casa el cual era alimentado por sendos troncos de leña que días antes habían sido recolectados exprofeso para la ocasión al momento de también recolectar las varas para el arco. El pan, salía con diferentes formas: figuras humanoides, conchas, trenzas, cuadrados y otros mas; cada uno con sus ingredientes, color y sabor específicos. Parte de ese pan de muerto hacía parte de los adornos del arco del altar para la ofrenda.  Parte de ese pan era para ofrendar en cada una de las comidas, y consumirse posteriormente por los vivos alrededor de la mesa.

Cabe aclarar que jamás había desperdicio: al finalizar la celebración el altar se desmantelaba, pero cada fruta y cada pieza de pan era consumida, ya sea por la familia de la casa o bien regalada a quien le hiciera falta algo. Día de muertos era también una época para intercambiar comida preparada para la ocasión: tamales, pan, fruta, guisos. Y compartir.

En casa de mi tía Chabela también deshojaban flores de muerto (flor de cempasúchitl) para crear un camino desde la calle hasta donde estaba ubicado el altar. A la hora de las ofrendas quemaba copal (incienso) para anunciar a las ánimas que la ofrenda estaba lista. Mi primo Rafa y yo “tronábamos cuetes” (particularmente “palomitas” que tenían forma de triángulo y no eran tan ruidosos) que habían sido comprado exprofeso para la ocasión. Lo hacíamos sacando una brasa viva del fogón, usándola para generar la ignición con la mecha de cada uno de los pequeños artefactos.

No le digan a mi madre (ni a mi abuelita) pero debo confesar que ir en Día de Muertos a visitar a mi tía Chabela era para mi motivo de fiesta: siempre me gustó mucho más ese altar y esa celebración que lo que hacíamos en casa.

Ya de adulto, la vida me permitió conocer (sea de primera mano, sea a través de terceros) más tradiciones en México alrededor de día de muertos. Desde las mas famosas como las procesiones en el Lago de Pátzcuaro al panteón de Janitzio (en Michoacán), las fiestas en Oaxaca, las celebraciones en Mixquic o las procesiones en Xochimilco (en la Ciudad de México). Día de Muertos es una celebración que existe en muchas partes de México, que sobrevivió hasta mi infancia gracias al sincretismo religioso: el catolicismo transformó una festividad indígena en los días de Todos los Santos y los Fieles Difuntos.

Hay quien desde el punto de vista religioso se opone a estas expresiones y tradiciones. Yo que crecí con ellas no me puedo imaginar la vida sin un momento para recordar a todos aquellos que alguna vez estuvieron, pero ya no están. Dia de Muertos hace parte de mi identidad como Huasteco Veracruzano, como Mexicano y hace parte de mi como persona. Para mi es mas normal pensar en Día de Muertos que pensar en Halloween (que es solo un día, o una noche mas bien. Y es solo el 31 de octubre).

Cuando todavía no cumplo cincuenta años de vida tengo la fortuna de haber cruzado mi camino con mucha gente buena que tristemente ya no está con nosotros: mi padre, mi abuelito Octaviano, a mi bisabuelita (Rafela), mi abuelita Lupe, mi tio Chelo, mis tios abuelos José, Lalo y Chabela. Mi abuelita Pancha. Mi primo (mi tio) Rafa, mi primo Julio, mi tio Alfredo y mis tias Rosa y Chefina; al lado de quienes vivi mi infancia. Gente que tuvo un impacto positivo en mi vida como el Profr José Marfil, Don Abelardo, el Sr Angel, Don Emeterio, Don Arturo o Doña Herminia. Amigos y compañeros de la escuela como Daniel Alejandre, Jose Luis Faisal o Edgar de León. Compañeros y amigos de trabajo como Jaime Diaz, Hector Salgado, Paco Mazón, Josué Hernández, Chuy Saldívar. Quizá los nombres no le digan nada a quien lee esto. Pero son nombres significativos para mí. Son los que la memoria me permite evocar en este momento, aunque sé que estoy olvidando más de uno (no ha sido a propósito). Varios de ellos de edades muy similares (o menores) a la mía, y de quienes me quedó la sensación siempre que se fueron antes de lo que correspondía. Todos ellos buenos y grandes seres humanos. Que en Paz Descansen.

Hoy la vida me hace difícil poner un altar de muertos en los días que corresponde, para recordarlos y ofrecerles un minuto para agradecer por lo que fueron en mi vida. Pero si en el corazón es posible recordarlos, siempre están ahí…

Los judíos tienen una expresión de duelo para cuando un ser querido parte de este plano: “que su memoria sea una bendición”. Para mí el Xantolo, el Día de Muertos, es una forma de hacer –al menos una vez al año- que su memoria sea efectivamente una bendición: la oportunidad de una vez mas, por un día, convivir (así sea solo en la memoria) con quienes se nos adelantaron en el camino. Agradecer y Sonreir por lo que fue. Por la oportunidad de que la vida nos haya hecho coincidir, así haya sido por un fragmento corto de tiempo Para después seguir adelante…

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